Cuando ya no supiéramos de qué hablar, nos acurrucaríamos en un rincón a dormir abrazados, esperando que ese silencio incomodo e omnipresente lo invadiera todo con su manto de negra tristeza, dejando que las horas pasasen lentamente, sin vivirlas. Dormiríamos para no enfrentarnos a esa cruda realidad que nos aplasta cual pesada losa del destino, ya no hay palabras, solo miradas llenas de reproches que esperamos, con anhelo casi infantil, que desaparezcan en la oscuridad de la noche, en el calor – falso – de ese abrazo. El tiempo corre en nuestra contra, cual broma absurda de un sino incierto, que se empeña en mantenernos juntos en ese recodo de la memoria donde permanecemos anclados a unos recuerdos agónicos, última reminiscencia de aquel amor que pudo pero que no quiso ser. Nos abandonábamos a ese abrazo que mantenía nuestros cuerpos unidos. Dos cuerpos casi inertes que se movían por la inercia del recuerdo, que se entrelazaban sin pasión alguna, que se unían en un último esfuerzo para sentir, que se acoplaban para soñar. Cuando ya no supiéramos de qué hablar, nos acurrucaríamos en un rincón a dormir abrazados, a esperar que el tiempo acabase por marchitar cualquier esperanza.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario